LA CONFIANZA: EL SENTIMIENTO INFRAVALORADO EN UNA NUESTRA RELACI

Escrito por: Juan Camilo Rojas Arias - Abogado, especialista en Derecho Comercial - Universidad de la Sabana

LA CONFIANZA: EL SENTIMIENTO INFRAVALORADO EN UNA NUESTRA RELACI

En términos generales, la confianza es definida como la relación personal proyectada en una situación, en una persona o en una institución, para más claridad, la confianza puede predicarse como la tranquilidad de que suceda o no determinada situación, o respecto de una persona, que actúe conforme esperamos o, que una institución, se desempeñe conforme sus parámetros y lineamientos éticos, legales y corporativos.

Siempre me he cuestionado el limitado y parcial concepto social que se tiene sobre el supremo valor que se le confiere a la confianza en las relaciones interpersonales, resaltándose popularmente que sin confianza las relaciones no tienen futuro. En los ambientes laborales, los altos cargos siempre se designan como “de confianza y dirección”, incluso, en los escenarios de conformación de ambientes laborales siempre se habla de rodearnos de gente de confianza, término empleado en su más amplia acepción cuando se trata de relaciones personales o de trabajo. En este sentido expuesto, la confianza se predica respecto de las personas en su dimensión afectiva o profesional, pero, ¿por qué este umbral tan alto en la concepción del término de confianza no se extiende a nuestra relación con las instituciones públicas? ¿Ni a nuestros representantes dentro de un sistema democrático?.

La medición a mi observación social, la confirma el Barómetro de Confianza 2016 de Edelman, encuesta realizada en los principales países del mundo, y cuyo resultado en su última edición fue, casi con precisión aritmética, que cerca de la mitad de la población mundial no confía en sus gobiernos. Si el anterior resultado lo analizamos parcialmente solo desde la apática y tradicional postura hacia lo público, no nos parecerá exótico, de hecho nos parecerá lógico conforme el acontecer nacional e internacional, en especial, dada la última olla abierta por Odebrecht, pero, si cogemos esa misma proporción de personas que no confían en sus gobiernos y lo extendemos al término amplio de la sociedad, nos parecerá una proporción exagerada e imposible que la concibamos y no la comparemos con distintas esferas de la sociedad, por ejemplo, piénsese que el 50% de las parejas en el mundo no confía en su pareja, o por ejemplo, que el 50% de las empresas no confía en sus directivas, difícil mantener una sociedad con estadísticas tan preocupantes, ¿verdad?.

Pero ¿por qué no nos mueve igual la pérdida de confianza por lo público?. No pretendo tapar el sol con un dedo, ni obviar la justificada desconfianza de las personas en sus gobiernos, dado los altos índices de corrupción, el abuso de poder, el enriquecimiento ilícito de una parte de la clase política, entre muchas otras prácticas deleznables que, desde lo moral y lo legal, han contribuido a esta crisis institucional que vivimos mundialmente. Pero también lo ha hecho la sistemática indiferencia entre nosotros y nuestras obligaciones como ciudadanos, ser ciudadano no solo se trata de exigir derechos o de gritar esporádicamente en las calles nuestra inconformidad política, o resaltar con sevicia los errores con culpa o dolo que se gestan desde lo público, tampoco se trata solo de dictar cátedra moral en 140 caracteres o en extensos tratados virtuales en alguna otra red social, lastimosamente creamos y avalamos una sociedad que sistemáticamente rompe las reglas del juego limpio, hemos olvidado la práctica de esos principios rectores y valores que se definieron, hace ya casi 26 años, y que marcaron la definición de lo que en la teoría posibilita a una legítima democracia constitucional: el de solidaridad, el de igualdad, el de respeto hacia el otro, a su privacidad, al vecino, al adversario político, al contradictor intelectual, al valor de la palabra dada, a las promesas, en fin a entender que lo público es de todos y es lo que nos define como colectividad.

Hoy, en Colombia, vivimos malos tiempos para los principios y los valores, para reconciliarnos con las ilusiones de un país mejor, la polarización social-conceptual, a mi juicio, está en su punto más alto, la ética pública está en entredicho. La crisis social por cuenta de la polarización social aunado a una gestión insolidaria por parte de todos los actores, la corrupción y su gestión irresponsable y desmedida, nos han llevado al desencanto generalizado, a la apatía en unos casos, al consecuente oportunismo en otros y al cinismo en casi todos, incluso a una inentendible, desde mi concepción, de cierta guerra de todos contra todos, o contra aquellos que no piensen y sientan como yo. Así no saldremos de ésta, aunque el fast-track ande de maravilla, la competitividad en crecimiento y los datos económicos no resulten del todo desalentadores.

Estamos a menos de 500 días de una nueva campaña presidencial, donde la frase “La política del todo vale” empezará adueñarse de las portadas de los medios de comunicación, frase secundada de la eficacia de conseguir los fines que se persiguen y catalizada por los escasos frenos morales de algunos de sus protagonistas, situación que se avecina y que seguro reforzará todos estos fenómenos de corrupción y deterioro de la vida y la confianza pública.

Los últimos Gobiernos son responsables a mi juicio de este deterioro político y social, sin embargo no son los únicos responsables. Sería pueril y sectario pensarlo. Lo somos todos, cada uno en su realidad e injerencia, todos los partidos políticos, los tradicionales y los que se venden como diferentes, ya que no solo se trata de tomarse la foto un día y atacar al otro, los medios de comunicación y todos nosotros los ciudadanos que debemos exigir e interiorizar el debido respeto a las reglas y a las leyes, así como a los valores democráticos. Entender que el voto no es un derecho debería ser una obligación y en especial, revalidar nuestra relación con las instituciones públicas y los gobernantes. Debemos reinvertir nuestra cadena de valores y prioridades sociales, utilizar los mecanismos de rendición de cuentas, involucrarnos desde nuestra cotidianidad a las gestiones públicas y sobre todo, ser conscientes que la democracia es la única forma de gobierno que requiere para su existencia de la confianza de los ciudadanos, pues en formas de gobierno diferentes, vale decir autoritarias, carece de interés práctico hacer distinción moral o social alguna. En esos sistemas no tiene relevancia si los pueblos validan la orden del Presidente o del Dictador o si ésta ha sido formalizada mediante algún instrumento, pues en virtud de la concentración del poder y la fuerza, lo único que interesa es que lo haya decidido quien ejerce la autoridad. En consecuencia, perder de vista a la confianza como un elemento necesario y estructurador de nosotros como país, sencillamente, es una conducción al abismo y sin frenos … ya que sin confianza la relación con nuestra  democracia “no tiene futuro” y la historia y nuestros vecinos nos han enseñado los efectos de un pueblo fragmentado y sin conciencia de sí mismo, así que como las relaciones, construyamos nuestra relación con lo público, exijamos, entendamos y confiemos, o al menos, generemos espacios y reglas para construir ese elemento básico de toda sana relación: la confianza.

 

Juan Camilo Rojas Arias
Abogado Universidad de La Sabana,
especialista en derecho comercial y con dos Maestrías en Derecho Internacional y
en Derecho Económico y Políticas Públicas, actualmente optando por la candidatura
a Doctor por la Universidad de Salamanca España.
E-mail: camilor99@hotmail.com
Twitter: @camilora9

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